Sobre bromas y tumores

(Continúa de “Un hueco en el procedimiento”)

–Creí que me gastaba una broma –mi madre contó la historia innumerables veces aquellos días.

Todo había empezado cuando mi padre y ella habían discutido amistosamente sobre la forma que tenía mi madre de preparar una nueva receta.

–¡No quiero oirte más, ¿eh?! –zanjó ella sin rencor.

Era verano, y pasaban los días en su apartamento frente al mar. Cuando mi madre terminó los preparativos de la receta decidió ir a darse un baño. Mi padre parecía ocupado.

–¿Vienes luego? –dijo ella, y mi padre asintió mirando al mar desde la terraza.

Pero el tiempo pasaba y mi padre no aparecía. Al volver mi madre se lo encontró tal como lo había dejado. En la terraza, mirando al mar.

–¿Al final no has querido venir? –preguntó.

Él negó con la cabeza mientras emitía un murmullo con la boca cerrada.

–¿Te duele la boca?

Lo mismo pero asintiendo.

–Tendrás que ir otra vez al dentista.

La misma respuesta.

–¿No quieres hablarme?

Esta vez una negación.

“Qué gracioso”, pensó mi madre “ahora me castiga porque antes le he dicho que no quería oirle. En fin, ya se le pasará la tontería”.

–Es que, de verdad, yo estaba segura de que me gastaba una broma –recuerdo cómo mi madre repitió la misma historia una y otra vez. Aún hoy se lamenta, aunque sabe muy bien que no hubiera podido hacer más de lo que hizo.

Justo cuando ella pensaba que en cualquier momento mi padre le diría: “estaba bromeando: ya te hablo”, él empezó a convulsionar y cayó en sus brazos inconsciente. Desconcertada, ella gritó auxilio y unos vecinos la asistieron con toda la entereza y el cariño que la situación merecía. Les estará eternamente agradecidos.

Se dice que es una buena forma de saber quienes son tus amigos: aquellos que acuden cuando lo necesitas. Pues aquel año fatídico que nos tocó vivir en mi familia nos demostró que tenemos muchos amigos. Y precisamente aquél «empujoncito» que mi hermana me dio era el impulso que yo necesitaba para pedir ayuda a uno de ellos. Una de las mejores personas que conozco. Mi hueco en el procedimiento.

Le hizo falta una sola llamada a la UCI donde tenían a mi padre para que el médico de guardia nos escuchara. Nos escuchara de verdad.

–Eso es muy importante. Si decís que es tan nervioso podría ser esa la causa por la que no conecta con nosotros. Venid conmigo –nos llevó junto a mi padre y se dirigió a los enfermeros –. Quitad la sedación a este señor.

Lentamente mi padre fue despertando. Entonces nos vio, intentó hablarnos y al ver que el tubo se lo impedía empezó a llorar. Justo lo que siempre había hecho. Pero esta vez me pareció mucho más desesperado. Cuando me imagino en su situación, de total impotencia, sin saber cómo había llegado a ella, yo también lloro. Pero gracias a mi amigo, esta vez el médico lo vio y podía ayudarle.

–Tranquilo –le dijo–, no intente hablar, que tiene un tubo en la garganta.

En un hilillo de voz pero vocalizando tanto que se le podían leer los labios, mi padre le contestó con harta impaciencia:

–¡Ya lo sé, me cago en todo!

En 10 minutos lo habían desentubado y mi padre por fin pudo empezar a recuperarse de su crisis, y prestarse a nuevas pruebas para descubrir su causa. Con una Resonancia Magnética (RM) supimos que se trataba de un tumor, aparentemente benigno y fácilmente operable.

Desde otro hospital, en el que mi amigo demuestra día a día que además de gran hombre es uno de los mejores radiólogos de nuestro país (diría más pero no quiero avergonzarle), su opinión era todavía más esperanzadora:

–Quizá se trate de un edema post-ictal –me explicaba –. La lesión que se ve en la RM podría desaparecer sola. Tráelo dentro de tres semanas y le haremos otra RM aquí.

De todas formas, cuando le dieron el alta hospitalaria a mi padre, salió con cita para el neurocirujano. Dado que el tumor parecía poco importante, la cita era para dentro de un mes y medio. Ya me imaginaba la situación: mi padre llegando al neurocirujano con la nueva RM hecha por mi amigo y riendo animadamente: “nada, que estaba bromeando”.

Pienso en las veces que mi madre lo repitió aquellos días:

–Yo creía que me gastaba una broma.

Pero aquello tampoco era broma. La nueva RM nos mostró una lesión totalmente distinta. En tres semanas no sólo no había desaparecido sino que había crecido desmesuradamente. Era un verdadero tumor cerebral, y no era benigno, sino el más agresivo que existe.

Por desgracia, el cáncer tiene la mala costumbre de no bromear.

(Continuará…)

Continúa en «Reloj que gira, mundo atrasa«

Artículo basado en un original publicado en Primus Inter Pares el 1 de octubre de 2011