El (verdadero) secreto de la inmortalidad

En mi último artículo dedicado a lo que me dio por llamar «héroes silenciosos» elegí a tres personas que el pasado fin de semana me vinieron a la mente por motivos distintos. Dos de esas personas viven, y espero que así sea por muchos años. Una de esas personas murió, y como ya había anunciado, me gustaría rescatar algunos pedacitos de su historia. El motivo, originalmente, es la idea romántica de que, independientemente de creencias religiosas, una historia escrita puede pervivir para siempre, significando la «inmortalidad» de su protagonista. La idea no es mala, pero está incompleta. Y voy a ilustrarlo tal como lo anuncié, con un texto sobre mi padre.

Mi padre fue alguien que jamás tuvo ningún problema de salud, hasta que se desmayó en agosto de 2010. Ciertas células de su cerebro llamadas glioblastos habían descubierto el secreto que la humanidad tanto ansía: la inmortalidad. Dichas células se habían vuelto, en efecto, inmortales, y con su reproducción consumían espacio y recursos de los que mi padre no disponía. Con la inmortalidad, sus células lo habían condenado, y por tanto a sí mismas, a la muerte.

Mi padre murió en junio de 2011. Cuando eso sucedió me inundaron las ganas de contar su historia, de hacerlo inmortal de verdad. Y también después, y el otro día cuando escribí sobre los héroes silenciosos… Y creo que siempre será así. Siempre tendré ganas de dejar constancia de todas sus cosas buenas, de todos los buenos recuerdos que me ha dejado, de todo lo que nos perderemos ahora sin él…

Pero no voy a idolatrarle. No tengo porqué: quienes lo conocíais sabéis de sobra lo poco que se merecía ese abrubto final y, en cambio, lo mucho que merecía los esfuerzos que hicimos durante los nueve meses de su calvario. Y el cariño que le dimos en sus últimas horas. Desde las mil y una filigranas médicas hasta la excepcional coordinación familiar. Desde las innumerables visitas, algunas sabrosamente acompañadas, hasta la presencia excepcional de verdaderos amigos que viven a cientos de kilómetros de distancia. Desde el apretón casual de manos a un familiar hasta algún SMS más o menos afortunado. Desde la más pequeña anécdota hasta la más grande historia.

Mi padre luchó aún sabiendo que perdería la partida. Luchó hasta el final, y la partida se acabó. Mucha gente luchó junto a él y dichos esfuerzos, dicho cariño, dichos recuerdos… él los recibió aún cuando su cerebro se consumía a velocidad vertiginosa. Incluso cuando ya no podía responder y hasta sus últimos minutos, mucha gente estaba con él. Orgullosos de él.

Toda esa gente, vosotros, todos nosotros, somos su inmortalidad.

No hacen falta textos como este.

(artículo basado en un original publicado el 20 de junio de 2011)